Rocío Flores no es víctima: solo hay una y esa es Rocío Carrasco

Rocío Carrasco hizo frente a su episodio más estremecedor en Telecinco cuando su hija Rocío Flores pasó de ángel a demonio y le cruzó la cara.

La semilla del mal. La cara de ángel transformada en demonio. La caricatura de un auténtico monstruo. La obra maestra de un ser impío. Podríamos estar ante el título de una película de terror o ante el peor thriller visto en un prime time de televisión. Pero desgraciadamente es el escalofriante guion de una historia real con Antonio David como director de la mayor depravación y con Rocío Flores como actriz poseída por la pócima del odio, la ira y la inmundicia.

El incalificable testimonio que ha ofrecido Rocío Carrasco en su octavo episodio en Telecinco disipa la más mínima duda, si es que podíamos permitirnos conservarla a estas alturas de la docuserie, sobre quién es verdaderamente esa joven, cuya imagen se ha dulcificado hasta decir basta. La “niña”. El manido sobrenombre que durante estas semanas ha corrido absurdamente de plató en plató y llenado la boca de tertulianos y tertulianos para referirse a una chica de 25 años. Que, si ya sabía muy bien discernir entre el bien y el mal cuando agredió sin piedad a su madre con 15, ahora es mucho más consciente de esta terrorífica y atroz realidad que también perpetró.

En este punto, es el momento de que, como responsables espectadores de un relato que corta literalmente el aliento, claudiquemos definitivamente de defensas estériles y dejemos de justificar a Rocío Flores con argumentos de la talla de si ha estado o sigue estando manipulada, aleccionada, arengada o bajo el yugo de un padre adulador e inductor que, efectivamente, ha sido el claro artífice de su destrucción y metamorfosis durante los años más vulnerables de la niñez. El autor de una alienación parental de manual como señalan los expertos.

«Basta de redimir a una joven crecida sobre un papel de verdugo y minimizar su culpabilidad»

Eso es incuestionable, como también lo debería ser el que no se eximiera nunca más de las responsabilidades que merecen pesar sobre ella y, por supuesto, que no se trate más como una víctima a una joven que ha ejercido una violencia filio parental, en este caso a su madre, ante la que, no lo olvidemos, fue condenada por la justicia. Una joven capaz de provocar unas heridas físicas sin compasión, pero principalmente psicológicas y morales cuando la toxicidad inculcada durante años que corría por sus venas era tan fuerte, que llegaba a culpabilizar a su madre de los problemas de salud de su hermano.

Heridas así que, muy lejos de curar y cicatrizar con el paso del tiempo, se vuelven a horadar cuando vemos a esa joven aparecer, envuelta en un aura taimada y maquiavélica, en programas de televisión sin mostrar el más exiguo reparo, arrepentimiento o atisbo de perdón por el infinito daño causado.

Ya basta por tanto de redimir a una joven crecida sobre un papel de verdugo que ella lucha por preservar a juzgar por sus continuos actos. Y basta de minimizar la culpabilidad de una chica que, ingenuos los que la hemos creído, había plantado en nosotros la misma semilla que germinó con éxito en ella, hasta conseguir así que, como si de un rebaño se tratara, admitiéramos una versión de los hechos que ni siquiera nos habíamos planteado cuestionar y mucho menos contrastar.

«Es valiente reconocer que fuimos conquistados por su heredado arte de la embaucación y anestesiados por sus lágrimas»

Ahora son muchos los que en medio de este guirigay mediático y social alzan la voz para decir ‘aquí estoy yo’ y hacer constar que, como profetas de la verdad, esta atrocidad ya la sabían. Pero no. Es mucho más honesto y valiente empezar por reconocer que fuimos conquistados por su heredado arte de la embaucación y anestesiados por las lágrimas que derramaba hasta que esa línea argumental se ha hecho añicos y no ha soportado más la mentira.

Ya tiene que ser despiadada e inhumana una persona para afrontar con plenas facultades que has sometido a un hostigamiento y maltrato verbal continuado a tu madre (puta, guarra y demás lindezas); que has llegado a apalearle; que la has dejado abandonada mientras yacía inconsciente en el suelo; y, sin embargo, sin ningún pudor y con la mayor sangre fría que se puede tener, seguir sustentándote en el convencimiento de que no tienes razones para verbalizar, al menos, unas disculpas, ya sean públicas o privadas, a una madre rota; despedazada por completo emocionalmente y muerta en vida maternalmente.

Pero lo que más encoge el corazón es el cariz desafiante con el que ahora se pronuncia o dirige sus mensajes y réplicas. Sin conmoverse. Un tono del que éramos testigos solo unas horas antes de la emisión del capítulo definitivo. Cuando, pese a todo lo que recae sobre ella, todavía tenía el arrojo de cruzar otra raya más y dejar patente su ausencia de escrúpulos retando a su madre a que no se censurara ni un solo segundo de su testimonio. Nuevamente, destilando la prepotencia, la soberbia y sobre todo la insensibilidad y la maldad que le embarga. Un cóctel de rasgos, un tanto psicopáticos, que demuestran que la perversión y su personalidad van de la mano.

«Va a tener muy complicado limpiar su denostada imagen y volver a timar a las emociones de la gente con su discurso victimista»

Y al sinfín de calificativos con los que se ha ganado a pulso ser retratada en la serie documental, se suma también el de ingrata. Puesto que, en lugar de echar esos pulsos que erizan la piel a cualquiera con un mínimo de sensatez, debería permanecer siempre agradecida de que esos once minutos y treinta y ocho segundos eliminados no hayan visto la luz. Agradecida de que ese material altamente perturbador no le haya dejado más aún a los pies de los caballos públicamente. Ante una audiencia millonaria que ya no le compra el doble discurso perpetuado y que ya se ha despojado del menor resquicio de compresión que depositaba en ella.

Después de lo que se vivía este miércoles por la noche, Rocío Flores va a tener muy complicado limpiar su denostada imagen, volver a seducir y timar a las emociones de la gente con su desmontado discurso victimista y, en definitiva, levantar cabeza. Con este espeluznante relato, y si existiera un ápice de sentido común, empatía y de humanidad en ella, no debería más que abrir los ojos de una vez por todas y darse de bruces con la realidad; de ver cómo quien realmente le ha infligido un daño irreversible ha sido su padre y no su madre.

Porque ese padre es el mismo que durante años ha rociado con la técnica de la luz de gas a una adolescente; abusando de su dependencia emocional para hechizarla y atraerla a su terreno de juego. Abocándola así deliberadamente a un precipicio sobre el que es difícil escalar. A un auténtico trastorno disocial que borró su inocencia y que él utilizó como arma arrojadiza para machacar de por vida a una madre con lo que más duele, que son sus hijos. Y lo han conseguido. Los dos han salido victoriosos hasta ahora. Porque no, Rocío Flores no es víctima. Solo hay una y esa es Rocío Carrasco.

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