OPINIÓN | Todos somos Belén Esteban o Truman, da lo mismo

“No es normal la velocidad a la que toca trabajar hoy en día, a mí me gusta estar relajada en el plató y ahora me toca ir de un lado a otro como si fuera un títere atado a los hilos de la audiencia: el director, la cadena, los invitados, el share… Al principio todo era redondo”. La que expone esta reflexión es Margarita Gayo, la protagonista de una de las novelas de Màxim Huerta, ‘Que sea la última vez’. Éxito que me estoy releyendo con acierto. Antes todo era redondo, antes todo era naíf, cristalino, bondadoso, se dejaba correr. Fluía entre fuentes periodísticas que narraban lo bueno y lo bonísimo, emparedando lo fangoso, lo zafio, lo terrenal. Lo real.

Simplemente no había hueco, rendija para lo grosero, lo chabacano, lo que se presuponía como aquello que sólo se debía dirimir de puertas para adentro. Lo cual no quiere decir, ojo al dato, que los personajes del cuore no se revolvieran del escozor que les suponía enyesar sus pensamientos y sentimientos. La cuestión era que no había cabida, porque aún no se había explorado en la época adecuada. Ahora, en el 2016, se mercadea con todo, se precia lo farragoso, se habla en necio al vulgo porque sí. Porque se dice que vende, porque arrasa, porque la gente ve lo que quiere. Y porque todos tenemos la televisión que deseamos y nos merecemos. Y yo el primero, que me lo trago todo.

Me gusta la telerrealidad que se ha formado, me apasiona la creatividad que se respira en producciones como ‘Sálvame’, o Mediaset, tanto monta. No es una mala crítica lo mío, que conste. Es pasión, son deseos mal saboreados por pertenecer a ese mundo. Es arte, puede que abstracto para la mayoría, pero una suerte de virtuosidad al fin.

Ahora estoy enganchado al culebrón de turno: Belén Esteban versus Toño Sanchís. La Esteban estuvo navegando en un limbo adictivo durante muchos años, nada nuevo. Entonces el señor Sanchís, como representante, y según lo que les toca regatear en Sálvame, trincó a manos llenas, se apropió de dinero que sólo le pertenecía a Belén. Y cuando ésta tuvo a bien recomponerse, se armó la de San Quintín. Reclamó, cabal, aquello que antes veía borroso, o no veía. Ya sabe, el lado oscuro de la fama, de la televisión, del aplauso fácil, de las fiestas, de las medallas prematuras y de los títulos irrisorios.

Pero no ahondo en corazones, que este blog es televisivo. Demos todos, un paso adelante. Decía que en 2016 lo raro es vivir de profesiones aburridas. Hay que subir al circo de las vanidades. Ahí entra la frustración de la que hablaba Margarita al principio: presiones de pinganillo; roles bien definidos; escenarios pulcramente delimitados y nunca coincidentes, dosificación milimétrica de las bombas prefabricadas, para que podamos estirarlas en el tiempo cuanto queramos. Auscultación de los silencios para ponerles caché…

Hoy en día, señores, la televisión es como los cuentos que nos leían, amorosamente, nuestros padres. Respeta el ente todo con lo que hacíamos desplegar la imaginación. En el devenir de lo que se nos cuenta pasivamente hay buenos, malos, mangantes, honrados incontestables, condenados, ladrones, asesinos de guante blanco y negro. Y quien se defiende como puede o como le permite su show, de Truman. En fascículos consensuados.

Vivimos, queridos, en un show de Truman: batallamos por lo que creemos ser en el día a día, en el Facebook, en el Instagram, en Twitter, en los juzgados, en Sálvame, en el HOLA, en Semana, en Lecturas… Y en este cachondeo monetario y moral, todos nos ponemos un precio o una atalaya de principios, bajo un talón lleno de ceros. Qué es verdad, qué es mentira o qué es medio verdad-mentira. Todo se distorsiona en el espectáculo. La televisión, pues, es la vida. Y la razón es el bien mejor repartido que hay, todo el mundo se piensa que tiene suficiente porcentaje.

“Jesús, coño, no te pongas metafísico, que la Otra está hablando de un asesinato múltiple…”, me dice el pinganillo.

Hups. Perdón.

El por qué de las cosas catódicas | Jesús Carmona. 


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